Page 78 - Revista Amanecer - Octubre 2021
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      El universo de los vendedores incluía al “turco”, inmigrante de
      origen  árabe  que  “bendía,  beines,  beinetas  y  camisetas”.
      Detrás venía el “ruso” que golpeaba casa por casa las manos:
      “Patrona (así se llamaba a las casadas, de más de cuarenta
      años) tengo saabanas (lujo nuevo) almohaadas, frasaadas, todo
      a plaazoos”. Este era automático, bastaba verle la cara a la
      potencial clienta. El pago era quincenal o mensual a elección de
      acuerdo al cobro de salario. Finalizado, nueva venta. El registro,
      simple, un cuaderno en el que anotaba el monto, nombre y
      dirección.


      El  almacenero,  el  panadero,  vinero,  carnicero,  verdulero,
      también daban crédito. Eso si, la contabilidad era doble. No
      había tarjeta de compras. Esta era una  rústica libreta con tapas
      de hule negro, que portaban la compradora o su hija. En ella, se
      escribía la fecha y la  suma gastada. En un cuaderno de una hoja
      por cliente, el comerciante duplicaba la información, era su
      control.


      Una frase del alto nivel de bienestar familiar alcanzado era:
      “señora, (porque señoras eran todas), gracias a Dios, ya no
      tenemos libreta” “Los chicos ahora trabajan”.

      La realidad es que los pobres “pasaban al frente” o “andaban
      bien”,  cuando  los  hijos  crecían  y  “laburaban”.  Entraba  un
      sueldo mas en la casa por cada uno de ellos (recordemos que la
      riqueza de los proletarios eran los hijos).


      “Hay sí, (respondía la vecina), me doy cuenta que son muy
      buenos muchachos. Seguro que cuando ustedes sean viejos
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