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      autoridad en virtud del principio de la reversión de la soberanía
      al  pueblo  en  ausencia  del  monarca.  También  comienza  a
      exteriorizarse  un  cambio  de  tipo  social  que  va  a  transferir
      progresivamente el poder social y económico de los criollos.


      A medida que la revolución se pierde —entre 1811 y 1815— en
      mil vericuetos políticos y que los gobiernos se suceden cada vez
      con menor autoridad, el desorden reinante en el Río de la Plata
      enajenó muchas de las simpatías británicas, tanto porque las
      prácticas  rioplatenses  no  resultaban  expresiones  dignas  del
      liberalismo que invocaban, como porque el desorden no eran
      favorables a los intereses comerciales británicos.

      Evidentemente,  cómo  señala  Halperín  Donghi  en  Tradición
      política  española  e  ideología  revolucionaria  de  mayo,  “la

      revolución  inaugura  una  realidad  absolutamente  nueva,
      negadora  en  rigor  de  toda  la  historia  anterior  al  instante
      revolucionario. Así entendida, la revolución es un mito, un mito
      más  audaz  que  los  utilizados  por  el  pensamiento  político
      tradicional”.

      Aprendimos desde pequeños que el 25 de mayo de 1810 nació
      la Patria, mientras French y Beruti repartían bajo la lluvia cintas
      celestes y blancas a una multitud agolpada frente al Cabildo
      intentando averiguar “de qué se trata”. En los actos escolares
      representamos escenas de la vida colonial, nos transformamos

      en patriotas de galera, bastón y enormes patillas de corcho
      quemado; nos metimos en la piel del vendedor de velas, el
      aguatero, la mazamorrera y lucimos con orgullo la escarapela
      prendida al ojal del guardapolvo.
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