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Sin credibilidad y transparencia no hay salida posible
idea de que todo lo que existe tiene un propósito, y este debe
concretarse en el afianzamiento de una saludable forma de vida; la
cual significa alcanzar virtudes como la igualdad de derechos ante la
ley, la solidaridad y la belleza. El propósito en la polis es entonces vivir
de acuerdo con esas reglas, cumpliendo aquellos postulados
esenciales que llevaron a los antiguos griegos a considerar la
estructura del Estado como un elemento indispensable para el orden.
Esas ideas eran justas y benefactoras para la gente. Si bien la
naturaleza humana ha cambiado en muchos aspectos, Aristóteles
conjeturaba que para la concreción de estos propósitos “es
fundamental tener fe en la política”. Ya en nuestro tiempo, el
problema central que hoy atraviesa la sociedad Argentina es, entre
otras razones no menos graves, “una crisis ética y de confianza”. La
corrupción ha llevado a la incredulidad de la política y esto hace que
se sienta rechazo hacia la calidad de la democracia y a las
prestaciones que brinda el sistema. Un desencanto que no se reduce
a la mera sanción de un grupo político, sino a una falta de confianza
general con respecto a “los políticos” que la representan, sean
oficialistas u opositores, y que en la revuelta de 2001 llevó a la
coincidencia casi generalizada del “que se vayan todos”.
Este enojoso asunto, por supuesto, no es nuevo y viene desde muy
atrás. Con distintos protagonistas y bajo distintas circunstancias, la
Argentina se ha habituado al eterno retorno. Si hacemos memoria, en
la década del ’70 un delegado de Perón, el odontólogo Héctor J.
Cámpora, hoy reverenciado por la juventud kirchnerista (¿?), recibió
el simbólico bastón presidencial sin que ello lo convirtiese en el
mandatario de la Nación; sobre todo porque, en la realidad, nadie